El código de los dignos, por Julián Valle Rivas

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     No recuerdo cuándo fue la última vez que me sentí de tal forma. Todavía busco la palabra, el calificativo adecuado al estado de ánimo. «Asqueado» puede aproximarse considerablemente. En todo caso, es un remordimiento insano, como una amarga traición cuya penitencia me acompañará largo tiempo. Un arrepentimiento que no puedo asumir como un bache más en el tortuoso camino de la vida… Y eso que el origen podría reconocerse banal, casi insignificante, aunque a quien suscribe le está generando un penoso cargo de conciencia.


    Al publicar mi último libro, «Breve aproximación histórico-jurídica al constitucionalismo español», tenía intención de regalar un ejemplar a cierta persona con quien guardo estrecha y antigua amistad. La familia no lo está pasando demasiado bien, la crisis les golpeó duro y aún no se han recuperado: el marido, escalando por esa edad de la madurez, doblegada por el injusto rechazo del mercado laboral; los hijos, tratando de sobrevivir con el trapicheo propio de la temporalidad y la precariedad, infamantes arquetipos al servicio de una plutocracia abonada al pecado de la avaricia; la madre, procurando el equilibrio del núcleo sobre una base de consistencia gelatinosa; buena gente todos ellos, cabales y formales, íntegros, honestos en los modos y en los actos, personas afables y de fiar. Allí, tras la presentación de la obra, a la cual acudió, pese a la pésima tarde de otoño, desquiciadora de corajes, estaba dispuesto, tecleaba, a regalarle a esa persona, merecidamente, un ejemplar de mi libro, pero, al ofrecérselo, se negó. Me presentó una pose serena, o segura, firme, y una mirada de infinita dignidad. Prefería pagarlo, me confesó; sabía que había invertido en la edición y deseaba contribuir a mi pérdida patrimonial con el esfuerzo, descomunal para esa persona, sin duda. «Es lo correcto», sentenció, finalmente. El sintagma implosionó en mi cabeza con súbito estruendo. «Es lo correcto». No supe qué responder ante tamaña muestra de categoría humana. Quizá debí replicarle, insistir con gravedad en lo innecesario del generoso gesto, en que yo estaba hecho a la ruina del negocio desde antes de su inicio… No lo hice, en parte, al presumir que consideraría mi negativa como una ofensa, reduciendo mi objeción a la mera extensión de la dedicatoria.


    Pocos días después, remedé la acción para con otra persona. Sobrada de líquido, acometí aquella máxima que nos dictara Galdós de que la villanía es perdonable, la ingratitud, nunca. Estaba agradecido a esa segunda persona y se me antojó corresponderle, obsequiándole con un ejemplar del libro, si bien, ni siquiera había asistido a su presentación. Me acerqué a ella, le enseñé el volumen, le anuncié que era un regalo, me lanzó un ah, vale, y me lo arrebató «ipso facto», como si hubiera retrasado el trámite en demasía por razones incomprensibles, como pensando en un ya era hora. Mientras le echaba un vistazo, se interesó por el evento para, inmediatamente después, sin concederme tiempo para construir una subordinada, excusar su ausencia del mismo, recurriendo a argumentos penosos que no fui capaz de procesar, porque el «ah, vale» restallaba con la continuidad de una ejecución penal impuesta por infracción delictual. Sólo cuando, intentando gestionar las arcadas provocadas por la repugnancia de mis propios efluvios, me estaba alejando de ella, pudo descollar en la distancia un gracias de compromiso, como abandonado por el protocolo.


    La rabia (podría ser éste el sentimiento que envenena mi espíritu), la irritación perdura en mí, como los efectos de la Poción Mágica en Obélix, lacrada a mi conciencia con fuego griego, carcomiéndola, cual empedernido coleóptero famélico. La culpa, pues debí perseverar con mayor ahínco en el primer supuesto, introducirle el libro con brusquedad en el bolsillo y lanzar a aquella persona groseramente a la calle, conminándola a que se metiera su dignidad por donde mejor le cupiera o cupiese, con el uso de la vaselina sujeto a su libre criterio.


    Y no es cuestión de dinero, compréndame; me importa un carajo el particular. Son las maneras ante las circunstancias, la actitud con la que se afronta la vida. Son las reglas, los códigos, los principios que rigen nuestra existencia, adiamantados por convicciones que no se compran, se labran con paciencia y esmero, se educan, o son el resultado de una inhesión producto de una fuerza taumatúrgica, inalcanzable para el común de los mortales, o, simplemente, de una integración de la génesis. Se nace con ellos, vaya.


    La palpable indignidad proyectada por la segunda persona torna incómoda la comparación entre las historias. En el ínterin, cumplo con la penitencia revelada en el arranque, incrementados mis abrumados hombros por el peso de la compunción, de la nefanda indecencia, de la innoble vileza, de las perturbadoras consecuencias que la aplicación del maldito código debió tener en la mermada economía mensual de aquella digna familia.


Julián Valle Rivas